En La Foresta
Así pues salimos a toda carrera
de Manguaropolis perseguidos ahora por dos reinos, nuestra vida corría serio
peligro pero no era eso lo que más dolor producía en nuestros corazones pues
habían llegado nuevas a nuestros oídos. Oxfordseb había sido invadido por los
alopes de muscleland y el nuevo director, cuyo nombre no había transcendido
había firmado un acuerdo con el Komirato de modo y manera que este les concedía
línea de crédito para seguir funcionando pero a cambio le abría paso expedito
en Oxfordseb y permitía matriculaciones en masa de enanos, koñeros y gitanos y por
si esto fuera poco el propio Ko recibia el título de Director honorario.
Como esto pariceale poco al
infame hijo de tupri y aprovechándose de la preeminencia obtenida con
petrokolares había exigido, y conseguido, a la junta escolar el cambio de
nombre del colegio que a partir de ese momento se conocería como Oxfordko.
Pero si malo era el primero de
los koñeros no le iba a la zaga el adelantado de los alopes en los reinos de más
allá del muro. El presidente de los alopes libres de muscleland había
localizado, capturado y rasurado al oso de Oxfordseb, la mascota del colegio
que llevaba desde que era tierno osezno en las dependencias escolares y cuyos
cuidados competían directamente al director de la institución.
Ahora, el inocente animal, no era
más que el juguete de los hijos de Skull tatoo que en un pérfido movimiento de
humillación a todo lo sagrado el brujo alope había matriculado en el colegio.
Podréis entender que el ánimo del
Aurelio y el mío mismo era rayano en la desesperación, habíamos perdido el
reino, el colegio, el oso, los haberes reunidos durante una vida de esfuerzo,
la libertad y la vida, en el momento que nos capturaran.
Nos adentramos en los campos
inguinales decididos a morir de resultas de la agreste vida salvaje antes que
darles a nuestros enemigos el placer de hacerlo por sus medios.
Estuvimos semanas vagando por los
montes inguinales sobreviviendo de aquello que podíamos cazar, lo que viene
siendo nada pues el Aurelio y yo nunca fuimos cazadores expertos ni siquiera
aficionados por lo que nos alimentábamos de insectos y raíces que éramos
capaces de arañar a la dura tierra montañera.
Poco a poco las semanas fueron
pasando y la situación se agravaba cada vez más, a nuestra impericia con la
caza se unió la debilidad de nuestros cuerpos pues es sabido que si uno no se
alimenta las fuerzas desaparecen y llegado el momento bien por voluntad propia
bien por accidente se acaba en el suelo y de allí a la panza de alguna alimaña
que te encuentre.
Por fortuna y por los estudios
cursados en Oxfordseb todo esto era conocido por nosotros asa que cuando vimos
que la debilidad comenzaba a apoderarse de nuestros cuerpos tomamos la única
determinación posible en aquel momento, sobrevivir. Y si para eso fuera
necesario quebrantar la ley, habría de hacerse, ya habría tiempo después de
expiar los pecados a los que el hambre y la maldad de koñeros, gitanos, alopes
y enanos nos habían empujado a cometer.
Así pues decidimos asaltar una
granja cercana que en uno de nuestras idas y venidas había querido que avistáramos
fray Alosebo. Ciertamente las condiciones en que se encontraba eran
deplorables, tanto que de no haber avistado fuegos en la zona la noche anterior
la hubiéramos juzgado abandonada por ruina. En cualquier caso no importaba su
situación ya que la desesperación era grande y el hambre más grande aun, el
hecho de que no hubiera otras granjas cercanas ni núcleos de población, ni en
rigor nada de nada en las cercanías la hacían presa predilecta para dos
malhechores novatos como el Aurelio y yo por lo que, al abrigo de la noche,
asaltaríamos la vivienda principal e intentaríamos hacernos con un lechón,
oveja, gallina o cualquier otra cosa susceptible de ser comida. La idea era
emplear la violencia solo en caso de extrema necesidad aunque esperábamos no
fuera necesaria ya que abrigábamos la esperanza que solo vivieran allí ancianos
o impedidos a los que de seguro sería fácil amedrentar.
Al caer la noche nos acercamos
sigilosamente a la casa principal y no queriendo perder más el tiempo, pues el
hambre era aguda y dolorosa juzgamos adecuado derribar a patadas la puerta
principal, a la sazón prácticamente deshecha, e irrumpir en la casa armados con
unos palos que habíamos cogido por el camino.
Otra vez el destino nos dio un
nuevo varapalo pues lejos de encontrar allí a dos ancianos desvalidos, muertos
preferiblemente, encontramos a la mayor colección de malencarados que el mundo
había podido reunir. Allí se hallaban bandidos de todo pelaje, en grupos de a
tres o de a cuatro, descansando de sus múltiples fechorías en aquella casucha
abandonada. Al vernos a entrar, desharrapados, hambrientos, sucios y
seguramente enfermos nos tomaron al principio por parte de su banda pero
nuestras caras de sorpresa ante lo allí reunido y el aura de bondad que ambos exudamos
nos delató como bisoños en hacer el mal ajeno y ellos hombres curtidos en el
robo, la violencia y la vida de furtivo no tuvieron problema en desarbolar
aquel precipitado asalto y reducirnos a la velocidad del rayo.
El Aurelio y yo ya veíamos que lo
que no habían conseguido los prebostes iban a lograrlo aquella partida de
bandoleros y ya descontábamos los minutos que nos quedaban en esta tierra que
nos vio nacer, pero quiso la fortuna que el jefe de aquellos bandidos tuviera
hueco en sus filas ya que una epidemia de disentería se había llevado por
delante algo más de la mitad de sus hombres.
Asi, en mitad de la noche,
desnudos, hambrientos y apaleados fuimos llevados a la presencia del bandido
que regía los destinos de aquella partida de desharrapados y que no era otro
que el afamado bandolero Claus, el azote inguinal.
El imponente barbudo, viéndonos casi
muertos, a punto estuvo de ordenar a sus hombres que nos arrojaran por la
cresta iliaca, remedo de la roca Tarpeya romana, pero en el último momento,
bien porque reconociera en nosotros la dignidad de antiguos mandatarios
oxfordsebitas y pensara que podría sacar algún redito de nuestra condición de
buscados por la justicia o bien por la lástima que pudo despertarse en su
corazón cuando nos arrojamos a sus pies implorando clemencia cristiana, el barbudo
perdonó nuestras vidas y dio instrucciones de que nos dieran ropas, nos
devolvieran nuestras armas y nos proporcionaran comida y camastro, todo
aquello, claro está, a cambio de jurar fidelidad a la compañía aventurera.
Este fue, quizás, el momento más delicado
de toda aquella situación, pues se conoce que aquello del juramento había sido
alguna ocurrencia de última hora por aportar dignidad y altura al momento de
entrar en la hermandad y no tenía preparado juramento alguno que pudiéramos repetir.
Por fortuna debido a nuestros estudios en Oxfordseb no estábamos vacíos de
palabras con las que poder realizar un armazón donde se pudiera acomodar el
juramento y el Aurelio y yo lo construimos al instante a falta de un detalle,
que no era otro que el nombre que se daba aquel grupo humano.
Ante la falta de información
veraz decidimos preguntarle al capitán de la compañía, a la sazón, nuestro
nuevo jefe, Claus. Pero este pareciese que en la vida habíase preocupado por
semejante detalle, pareció confuso y tal vez algo humillado ante sus hombres,
los cuales jamas habían pensado que necesitaran un nombre hasta ese momento
pero que ahora a todos les parecía sorprendente e indignante carecer de él y
muchos movían negativamente la cabeza como desaprobando la conducta de su líder
que los había tenido innominados hasta ese momento. El Aurelio y yo temimos de
nuevo acabar en una fosa poco profunda, pero desde la rebelión de las barbacoas
este era un sentimiento que nos venía con frecuencia inusitada, pero finalmente
el bandido sacudió la cabeza y nos dijo – El nombre, el nombre el que queráis,
vosotros sois estudiados y seguramente más que capaces de encontrar un nombre
que represente dignamente esta grupo de caballeros. Solo una cosa impongo, la
palabra Teodosio debe encontrarse inscrita, pues de otro modo ni mis hombres ni
yo validaremos la decisión-
-¡Magnifica decisión!- intervine –Pues
sin duda en su misericordia infinita el sabio Claus, ha decidido incorporar el
nombre del emperador Romano que implantó oficialmente el catolicismo como
religión del Imperio, siguiendo los pasos de su predecesor Constantino y
convocó el concilio de Constantinopla donde se consideraron los escritos
verdaderos de la Santa Madre Iglesia, se calificó de herejes a los seguidores
del impío Arrio y se estableció sin género de dudas la divinidad de nuestro
señor Jesucristo y del espíritu santo-
- Bueno, si, eso, claro –Pareció dudar
el barbudo – por eso y por una casa que tuve yo y que durante un tiempo fui muy
feliz, antes de verme arrastrado a esta vida montaraz.
Pues si estamos de acuerdo-terció
el Aurelio- decidamos el nombre, Don Aloseb que Fray Alosebo le ilumine en esta
nuestra hora de necesidad
Todas las miradas se dirigieron a
mí, la suerte estaba echada, de equivocarme en el nombramiento sin duda acabaríamos
despeñados por los montes, recé a Fray Alosebo y me concentré para recibir su
gracia.
La compañía de hombres libres de los
Santos Teodosianos – dije arrebatado por el fervor divino.
El silencio era absoluto, los
bandidos miraban a su jefe esperando su aprobación o su enojo para proceder de
una u otra manera, el barbudo aparecía callado, como ido, seguramente
rememorando algunos de esos días en la casa de Teodosio a los que se había referido
antes. La tensión aumentaba y yo ya me veía rodando por las laderas de las
agrestes montañas en compañía de mi fiel Aurelio cuando el líder de la banda
volvió en sí y dio su aprobación al nombre.
- Amigos, espetó –demos la
bienvenida a estos dos noveles bandoleros a la compañía de hombres libres de
los Santos Teodosianos.
La turba prorrumpió en atronador
aplausos y el Aurelio y yo fuimos absorbidos por ella entre felicitaciones y
proclamas de amistad eterna y así comenzó nuestra nueva andadura de salteadores
de caminos en la Compañía de los Santos Teodosianos.